viernes, 26 de junio de 2009

Camila


…Podríamos llamarla Camila. Irreductible a otra cosa que no sea su cuerpito sucio sobre el carro sarnoso que arrastra el caballo flaco y acostumbrado al látigo inclemente de su padre. Observa un avión, de esos que de vez en cuando ve -yo la miro desde el ómnibus-, y se queda así hasta que la voz gritona de papá enlaza su atención y le entrega las cinchas del caballo flaco mientras se baja y se mete dentro del contenedor de basura, todo al mismo tiempo y ella puede volver la vista hacia arriba, hacia esa cosa gris y alta que parece pudiera tocarse si uno se animara a estirar la mano. Y ya vuelto papá y los latigazos el carro gira en una calle abandonando la avenida. Camila, por tercera vez, engarza su mirada al metal gris brillante del avión que se pierde en su descenso entre los edificios…

lunes, 22 de junio de 2009

Ricardo Prieto

Ricardo Prieto, Montevideo, 8 de febrero de 1943 – Montevideo, 31 de octubre de 2008.

Vivía solo. Padecía de una enfermedad terminal. Falleció el viernes aunque fue hallado el martes 4 de noviembre, en su apartamento del Centro, a los 65 años de edad.

¿No son cortos los días de la vida?

Deme, pues, treguas; aparte de mí su mano

y déjeme ver un poco de alegría

antes que me vaya, para no volver,

a la región de las tinieblas y sombra de muerte

tierra de espantosa confusión, donde

la claridad misma es noche escura.

Job, X, 20-30

Conocí, tuve la suerte de conocer, a Ricardo Prieto una noche de setiembre del año 2007. Habíamos ido a tomar algo con Lauro Marauda, después de un taller literario, a un café muy cercano a la plaza Independencia. Un señor de cabeza blanca, de estatura media, gabardina y periódico debajo del brazo se instaló en el mostrador, de espaldas a nosotros y pidió un café. Lauro lo saludó, él se acercó hasta nosotros, café en mano, y se puso a charlar en un tono tranquilo, como midiendo siempre cada palabra. Recuerdo que Lauro le preguntó en qué andaba y eso dejó suponer que este hacía referencia al plano laboral, es decir a su creación literaria. Habló, más bien conversó, amablemente con nosotros al punto de olvidar su café que en un momento había dejado sobre otra mesa y, antes de saludarnos y retirarse, tuvo que pedir otro.

Es paradigmático, como pocos, el caso de Prieto y no diré nada nuevo. Incursionó con felicidad en la poesía, el teatro y la narrativa. No creo que exista literato o intelectual uruguayo que no sepa de él y de no ser así sería esa una falta grave.

Fue quizás su carrera como dramaturgo, según él su preferida, la que lo llevó con más asiduidad fuera de los límites nacionales. Los disfraces apareció en Maldoror Nº 4 y luego siguió Les travestis, con prólogo de Paul Fleury, en la misma Maldoror Nº 6.

Fue uno de los destacados disertantes en el I Coloquio Nacional de Teatro que organiza anualmente la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.

De las pocas reseñas que he leído en la capital tras su muerte concluyo que cada articulista se ha dedicado a comentar, de los trabajos de Prieto, los que pertenecen a ese género que siente como más cercano. Por lo tanto yo me detendré en su narrativa.

De sus trabajos como narrador destacaré un libro que no tiene, en su conjunto y tras mi humilde opinión, similar en la literatura uruguaya; quizás los relatos de Sylvia Lago en “El corazón de la noche” o, alejándonos un poco, algunos de Mario Arregui son los que más se acercan en cuanto a sus temáticas. Hablo de “Donde la claridad misma es noche oscura” (Banda Oriental, 1998) que obtuvo mención en el Premio Nacional de Narrativa, “Narradores de Banda Oriental”, 1992.

El epígrafe del comienzo es el de este libro y según lo observado esa región de las tinieblas y sombra de muerte es la misma que, en muchas ocasiones, habitan los personajes de sus cuentos y de sus dramas.

Mercedes Ramírez apunta, en el prólogo a este libro: “Sólo el escritor que ha descendido a los cráteres apagados del dolor es capaz de saber que a veces, el sumo mal no es más que un atajo desesperado para tratar de apresar el bien. ¿Qué cosa, si no, puede explicar que Ricardo Prieto haya podido escribir en un estado de belleza perfecta una historia que congrega las más imperdonables transgresiones?”

Historias sin finales felices, sin el aliciente tonto de la solución fácil, sin el recato ominoso del narrador que prefiere, por ejemplo, no decir que dos hermanos, abandonados a su suerte en un casa inmensa y solitaria estuvieran a merced de sus propias pasiones y miedos: “como si descendiera hacia ellos desde el cielo, o subiera desde la tierra, una necesidad extraña los impulsaba a acercar sus rostros y besarse mutuamente los cuellos o los labios”.

Sin complacencias, sin miramientos a la hora de enfrentar miedos, tabúes o esa cosa inenarrable que es el teatro de la vida.

Ojalá, Prieto, haya vivido esa alegría de la vida que todos pretendemos antes de partir.

Algunas Publicaciones:

Poesía: “Figuraciones”, Destabanda, 1986. “Juegos para no morir”, Destabanda, 1989.

Narrativa: “El odioso animal de la dicha”, Banda Oriental, 1982. “Desmesura de los zoológicos”, Proyección, 1987. “La puerta que nadie abre”, Proyección, 1987. “Magnitudes”, en Antología “Extraños y Extranjeros”, Arca, 1991. "Donde la claridad misma es noche oscura", Banda Oriental, 1998.

Teatro: Teatro, Tomo I, Proyección, 1988. “El mago en el perfecto camino”. En la “1ª Antología del teatro uruguayo moderno”, Proyección, 1988. “El desayuno durante la noche” (Premio Tirso de Molina, Fundación de Cultura Hispánica, Madrid), 1985. Teatro II, Proyección, 1993. “Garúa”. En “5 autores básicos”, Antología. Proyección, 1994. “La buena vida” y “Se alquila”, Arca, 1994.

domingo, 14 de junio de 2009

Madrigal

Aclimo el lugar para la tristeza

Guitarra cancionero

Poemas de Guillén

Lápiz en mano

Escapo de mi piel

Disparo contra la hoja en blanco

(antes fumé, claro)

La mirada intenta ver qué se esconde

Tras el gimo de la madrugada

Intersticio de luz en el pálido mediodía

De la vida cotidiana

Un son se escapa de mis manos

Dice que no soy digno

Para sus tonos mulatos

Dice que no soy digno

Hermano

Para sus versos cubanos

viernes, 5 de junio de 2009

Tratado sobre por qué no le ponemos manteca al lado duro del pan.

Entonces volvió el Padre del hombre y le dijo:

—No subirás por la parte trasera del ómnibus. No leerás los libros desde atrás. No le pondrás mayonesa al guiso (ese será quizás el peor de los pecados). No tomarás mate frío, si eres del Río de la Plata, caso contrario será en Paraguay. En el siglo XXI no valorarás en nada el espíritu. No guardarás las lapiceras usadas. No le pondrás manteca al lado duro del pan. Y nunca guardarás boca abajo el dentífrico. No caminarás dos cuadras hasta la casa de nadie: usarás el teléfono, mejor si es celular. No entenderás nada de esto; pero de todas formas lo cumplirás.

martes, 2 de junio de 2009

Palomita blanca

Mi divorcio me había dejado en la calle. Pero a quién más que a mí le puede interesar el dilema de una mujer que te amó y por eso ahora se queda con absolutamente todo. Esto no es paradojal, sólo siniestro. Ya en la calle hubo horas extras para un nuevo y deshabitado lugar. A veces la odio y a veces me odio también porque me debo interesar por todo eso. Sólo esa mierda idea de seguir con vida te obliga a buscar refugio, a creer que formás parte de esa masa espesa que es la sociedad. Ese manojo de imbéciles que se ponen nerviosos en la cancha como si ellos mismos hicieran algún esfuerzo o les late el corazón más fuerte y se les forma un inadmisible nudo en la garganta cuando el protagonista de alguna célebremente idiota película realiza la jugada de su vida, conquista a la mujer de sus sueños o logra escapar de una absurda balacera. Ese montón de inertes que nunca realizarán la jugada, nunca besarán ni en sueños a la muchacha y mucho menos serán héroes de absolutamente nada, no deben ser ejemplos de mi vida. Porque es así la idéntica celada para todos aunque nadie se dé por enterado de ello. Pero definitivamente a quién le puede interesar si todo esto nos deja conformes como una especie de gloriosa masturbación mental.

Ahora camino lento y observo la danza de hojas de plátano mezcladas con bolsas y papeles que se persiguen, trasladando la mugre de las calles y amontonándola en el recoveco de algún edificio. Quizás ese juego circular y sucio me hizo pensar todo aquello mientras me dirigía, como hace ya varios días, a mi puesto de disimulado observador.

Todas las tardes se sienta a la orilla de la plaza. Desde ahí atisba cabizbajo y pensativo las pequeñas palomas que, día a día, intenta conquistar. Casi con inusitada paciencia está quieto a la espera de su cercanía a la que, hábilmente, parece indiferente. Ha elegido la plaza en días de paseo, de desasosiego inútil y meticuloso. Ha elegido, por la cercanía de la plaza, ese barrio en el cual pasa sus días solo. Ha reptado hacia su soledad después de una vida de compañía fiel. Esa misma que ahora aborrece no porque fue obligado a cambiar de hábitos, sino porque suponía ciertas facilidades que hoy no tiene. Seguramente pronto estuvo acomodado en una casa modesta y simpática, sin escaleras que pudieran asustar a posibles visitantes. Conoce, desde siempre tal vez, los recónditos intersticios del alma humana. Quizás haya sido empleado, de joven, en una fábrica, vendedor ambulante u oscuro oficinista y quizás haya terminado sus días, por algún lejano azar, como portero de una escuela cualquiera, en otro tiempo, en otro barrio. Por eso es metódico, rutinario. Ha aceptado tácitamente el destino de cualquier alma, incluso la suya. Sabe que nada puede hacer más que sobreponerse y aceptar lo que es y lo que debe ser y por eso todas las tardes se sienta en un banco de la plaza como cualquier anciano lo haría, los bolsillos disimuladamente llenos.

Muchas veces he creído que los más oscuros deseos se elucubran a la luz del día y haberme topado esa tarde con la más encendida verdad parte sólo del hecho de recelar profundamente de las buenas intenciones de un viejo. Este, estoy seguro, no escapa a tal verdad. Todo se trata de imaginar y esperar. Sin embargo no puedo disponer de todos mis días, apenas he logrado escabullirme en su secreto por casualidad. Lo observo, lo he venido haciendo desde hace mucho tiempo. Debo, eso sí, estar seguro que no sabe de mi existencia, de lo contrario nada de esto tendría real sustento, ni muchos menos importancia para nadie. Pero he visto su encorvada figura ser algo unánime con la plaza y se me movilizan las vísceras de sólo pensar; una mezcla de nervios, rabia y odio a punto de estallar. Pero mi virtud también será la paciencia. Más allá de cualquier tiempo que, estoy seguro, no será excesivo, aunque poco importe esto para él pues el tiempo de los viejos es una argamasa informe que no coagula sino hasta la hora final.

Su ofídica estrategia sin dudas es eficaz. Él y la plaza siendo uno solo frente a la escuela. Disimula su mirada entre el espacio que dejan las túnicas blancas que pasan frente a él rumbo a otro lugar. Espera. Ya hace mucho que sabe esperar. Ninguna demora es interminable. Tengo para mí que disfruta el recuerdo acostado despierto en las largas noches de soledad y sus asquerosas manos bajan, si es que aún puede hacerlo, a ensuciar las sábanas que él mismo deberá limpiar. Pero hoy ha elegido una presa y un lento movimiento le propone algo sobre su mano, la chiquita se acerca y lo toma. Él le dice poco o casi nada y ella se aleja. Seguramente tiene algo de monstruo agazapado, un rictus, un brillo en la mirada, eso se presiente, incluso desde lejos.

Ahora lo dejaré marchar, permitiré que disfrute del roce de la primer batalla, caminando persuasivo con un andar que parece arrastrar toda la vileza humana. Claro que esto no durará mucho, yo lo sé y creo que, íntimamente, él también lo sabe o lo desea.

Pero para aclarar algo mi apasionada lucha debo referir una historia que me confesó una amiga, hace muchos años. Será, por un lado, una forma de exorcizar el recuerdo que me parece ha quedado demasiado vívido en mí y será también, por otro, la posible justificación de lo que, estoy seguro, no dejaré de hacer.

No recuerdo por qué me contó aquello, tal vez para llorarlo con alguien o para sentir que podían comprenderla, sin ánimo de denunciar lo que había sido disimulado por las más sórdidas excusas durante tantos años. Tampoco recuerdo muchos datos precisos, pero a pesar de ello esta será la realidad pues, después de todo, es la que permanece en mi memoria.

Recuerdo que me contó que había ido a pasar la primera noche, y la última, en casa de sus primos, tan pequeños como ella. Recuerdo comentarios acerca del desconocimiento absoluto de cualquier peligro y que la sola idea de la aventura grababa todas las imágenes en su memoria. No quería hablar de recuerdos porque lo que sucedió era casi irrepetible y mencionó, de eso estoy seguro, que a pesar de sus años nunca había sido feliz.

Esa noche, luego de irse todos a la cama, una mano fría y sudorosa se había metido entre sus sábanas y rozaba unos muslos que no podían despertar el deseo de ningún tipo de persona o, al menos ahora, eso quería creer. Recordó, entiendo que este verbo es falaz para algo que no ha podido olvidarse nunca, que el pánico dominaba sus sentidos y que lo único que logró hacer fue pedirle a alguien en su mente que llegara la mañana y que todo acabara. Fue entonces que me describió lo que, por ser lo más comprensible, es más atroz, comenzó a contar segundos, minutos, volvió a ver las mismas horas detenidas y, algo que aún la despertaba en las noches, la hacía pensar en números, -uno, dos, tres, cuatro, cinco… sesenta, un minuto, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… sesenta, dos minutos…

Hace años que no sé absolutamente nada de ella pero supongo que, en algunas ocasiones, una vida no es tan larga como para olvidar si, muchos años después, ni siquiera yo lo he olvidado.

¿Qué deseos alienta aquel que nada ha tenido? Aquel que comprende que todo esfuerzo, toda bondad, toda buena intención es sólo tiempo perdido. Tal vez motive a más esa espantosa seguridad de tierra húmeda removida algún día cualquiera para que los gusanos laboriosos se encarguen de nuestros miserables restos. De esas ansias de juventud perdida, de frescos racimos (recuerdo). Ese desprecio total por la raza alentado por la sola contemplación de la historia. Esa lástima por la idiotez humana que no merece un ápice de consentimiento. Un odio visceral que se traduce en dominación, en posesión, en afrenta, la más odiada, la que más duele cuando, en pocas ocasiones, nos enteramos de ella.

Quizás por esto pueda llegar a entender a este viejo, eso sí, sin afirmar que lo he hecho, o siquiera pensando, jamás y sin concebir que tampoco está solo, sentado en ese banco de plaza con las bolsillos llenos de caramelos.

Los días pasan. He logrado acomodar un poco mis horarios a fin de continuar la observación. He encontrado un lugar más favorable en una vereda, lejos de la plaza. Aguzo mi vista y sin más no me pierdo detalle. Aunque entienda que no todo ha pasado tan rápido así parece. La niña ya se acerca con naturalidad a cada salida y él le habla como lo haría cualquier anciano o, al menos, eso quiere hacer notar. Si no me equivoco ya habrá averiguado mucho y ella tiene claro que los pequeños caramelos, nunca chupetines, serán de ella mientras no entere a nadie más. Tal vez él, en esas pequeñas migajas de tiempo, ha logrado saber mucho de lo que necesita para atreverse a avanzar. Una veloz rabia recorre mi cuerpo, agita el corazón, crispa las manos pero hay que saber esperar. Soy un hombre abandonado, ahora un solitario. Hay que saber esperar.

He seguido con la vista, entre el tumulto blanco y azul, el rumbo de la niña en cada salida, después que se ha despedido de sus últimas compañeras. De seguro él no lo hace puesto que necesita y sabe disimular mucho mejor.

Hoy es el día, el viejo no ha venido a ocupar su lugar. Es imposible para mí pensar en otra posibilidad. Sólo tengo que esperar, que observar.

Es la salida, sé muy bien por qué me late el corazón más de lo que ya me he acostumbrado a soportar. Su presencia me invade, me hostiga su imagen siniestra contra el banco como una estatua que ya empieza a quedar verde bajo un manto de musgo y mierda de aves. Previsiblemente la niña se pierde entre la multitud y toma otro rumbo. Yo logro seguirla de lejos con la mirada.

Las piernitas descarnadas y blancas, camina tranquila, casi diría que confiada y, sin más, golpea la puerta cuyo número, cuyas señas, él ha introducido en su memoria. Sé que ahora me debo ocultar pero cuando la puerta se abre sólo atino a darme vuelta y caminar en otra dirección. Si estuvo observando por la ventana, si esperaba con lúbrico regocijo pudo haberme visto venir. Pero no, la puerta se ha abierto y seguramente ella ha entrado despacio, a mis espaldas.

Esto no es una venganza pues de tomarlo así debía haber vivido para vengar cada uno de los actos que ejecuta el hombre cada día. Esto es una prueba, una evidencia de que siempre estaremos por debajo de alguien. Tampoco será una reconciliación con aquello que conté antes y aún me hostiga como si fuera yo la mano fría. Hasta aquí su victoria. Porque hace tiempo que sé dónde me habré de ocultar. Hace tiempo que sé que lo dejaré hacer, que serán una eternidad los quince o veinte minutos, no más, que se tomará para hacer. Hace tiempo que sé que me llegaré hasta su puerta lo más rápido posible después que ella se marche y golpearé una vez para que abra confiado en un olvido, con el pantalón abultado aún, sabiendo que es peligroso pero gozando un último roce ejecutado por sus rancias manos de viejo. Hace tiempo que sé todo lo que haré con él cuando recobre el sentido, cuando se recupere del primer susto y del primer golpe, cuando me pida la compasión que nadie se merece, hasta que ya no pueda decir una palabra, hasta que no quede un hueso que sostenga el aborrecible cuerpo, hasta que no exista nadie más y pueda volver a ser sólo yo en esa plaza.