domingo, 2 de agosto de 2009

Modas

El viento le acarició los genitales como nunca antes ninguna lo había hecho. Claro que no habían sido muchas, es decir, una, una vez y quedó en eso. Pero, en fin, ese no era el tema, ni el motivo de todo esto.
Supo de antemano que lo que estaba haciendo era grande, muy grande. Faltaban dos calles para llegar a la principal y ya se sentía otro, distinto a todos. Nadie osaría pasearse desnudo por ahí a plena tarde, una primavera-verano de 2008. Era la única forma de ganar su tan merecida fama. Era Andy Warhol en pelotas. Por lo demás nunca había logrado trascender en nada. Torneo juvenil de ajedrez, 1997, segundo. Campeonato de fútbol sala, 2003, segundos, una lástima, buen cuadro, él era arquero, suplente. En su casa, por citar algún ejemplo, no era el primero ni en el ritual de hacer el mate. El abuelo se levantaba a las cinco de la mañana, lo aprontaba y salía, incluso en invierno, a charlar con el sereno de la cuadra. Imposible de superar. Eso sí, había sido, según le confiara aquella castaña alta y enfermera (de la que se venía acordando), su primer amante. Ella núnca (acentuaba bastante la u) había engañado al marido. Un récord para él, pero muy íntimo. Y le había acariciado como nunca (sin acento porque ese “nunca” lo pensaba él) nadie antes, las partes más íntimas de su inmaculada hombría. Así que, desnudo y con viento a favor, se sintió, en la calle, como un pez en el agua.
Se alegró bastante al no advertir esa sorpresa gansa de las viejas que ¡¡¡ah!!! y se tapan la boca y miran para otro lado, cuando una imagen así se les atraviesa en el camino. Pero empezó a preocuparle que la gente aparentara indiferencia. Cuando llegó al final de la calle principal, es decir a la plaza (porque todas las calles principales terminan en alguna plaza), giró con un silbido y emprendió el regreso. Caminó dando saltitos y balanceando los brazos, en su último afán por llamar la atención. Pero se fue amedrentando cuando observó que ya más de uno “vestía” su desnudo y que, poco a poco, se empezaba a confundir entre cuerpos rosados, amarillos, cobrizos y blancos, muy pálidos algunos pero todos con pequeños adornos. Un cinturón de cuero por acá, tan solo unas pulseras anchas por allá y algunos conservando simplemente sus lentes oscuros que deslizaban ahora hasta la punta de la nariz para observarlo y burlarse por lo bajo de su falta total de adecuación a la moda.