sábado, 18 de agosto de 2012

Los pescadores de sirenas


Me fui acercando a los límites de la ciudad, más allá podía ver el verde y los árboles, pero seguí en dirección opuesta a la de mi entrada. Lejos, ante mi vista, se extendió un río ancho, muy ancho, parecía que se iba dibujando a medida que yo me acercaba o miraba con mayor atención y se extendió también hacia los lados y hubo un puerto y gaviotas grises y olor salobre, muy raro tratándose de un río, y hubo pescadores apenas separados unos de otros en el muelle. Me acerqué a ellos e investigué con curiosidad sus baldes vacíos, sus cañas gruesas. No tardaron en mirarme, en ser cordiales como casi todos los pescadores.
Los pescadores de sirenas reproducen el ritual que les contaron sus padres, y a estos sus abuelos, porque esperan pescar la sirena que los llevará a otro lugar. Son pacientes, saben esperar. Ellos me contaron historias de mujeres hermosas en cuyas escamas brillaba el sol de todos los mares. Dicen, además, que si uno mira muy temprano al alba un punto exacto del horizonte las ve jugar y saltar fuera del agua. Se cuenta, entre las cosas más extrañas, la historia de una única sirena negra de pelo color bronce, la imposible.
Los pescadores de sirenas atan un anillo de oro con sus nombre en la punta de la piola y la arrojan lo más lejos que pueden. Cada noche recogen y guardan el anillo que estuvo horas en el agua, en una cajita con forro de terciopelo, junto a otro que espera ser grabado.
Los pescadores de sirenas me pidieron que contara su historia al salir de la ciudad porque seguramente ellos ya estarían por partir.
Con verdadera melancolía me despedí de ellos al atardecer. Recién entonces vi que era verdad lo de la cajita de terciopelo.