lunes, 21 de septiembre de 2009

La Plaza

Las palomas se arremolinan como buitres. ¿Cuántas veces he querido venir a escribir a la plaza? De todas formas, nunca lo hice. Se puede ir a mirar simplemente sin ver nada ni a nadie. Pero no es difícil ver más allá cuando las cosas golpean con una insistencia fatal. Haber visto padres, hijos, palomas y gorriones en la plaza es trivial, pero no ancianos. Ellos son sus dueños indiscutidos. La rigen desde abajo, sostienen las estatuas y los próceres que nada significan para la mayoría, con furor de gárgolas, prolongando así el sufrimiento incluso del propio país. ¿Y qué decir del respeto solemne que inspiran? Claro, se lo debemos, se lo debemos todo, también haberse quedado mudos cuando fue necesario. Pero no les estoy faltando el respeto. Los estoy observando. ¿Quién dirá si haremos o no lo mismo años más tarde? No basta con darse cuenta de eso, con recoger lo que hace el perro.
Observo dos ancianos que se han ubicado en un banco que forma parte del centro de la plaza. Ambos miran hacia adentro, hacia sus severas encrucijadas. Casi no hablan y cuando lo hacen parecen no prestarse atención entre ellos. Están en una especie de calma agazapada. Forman parte de la tarde. Si realmente no te interesara no los verías. Ambos están bien vestidos, incluso con camisas blancas. El de la derecha lleva una gorra o boina gris oscuro con hilos blancos muy bonita. Nada los saca de esos pensamientos que muchos presumen lejanos, de países ocultos por la bruma malva del tiempo. O sabios de errores y aciertos que los fortalecieron y dejaron a las puertas de la muerte, ahora sí, bien armados para la vida.
Por el este aparece una chica. Camina elegantemente hacia el centro de la plaza. Levanta en su camino una cortina de palomas que ascienden frente a ella como pesarosas. Su andar no es pausado pero sí rítmico. Su figura enciende las miradas de los viejos que como altos faros dirigen los restos de luz hacia la costa levantina. Sólo en esos momentos ambos se ponen de acuerdo y uno se relame con una sonrisa. No sé qué le dicen, ni hubiese querido transcribirlo en estos apuntes. La chica continúa su paso inmutable. Quizás pasa muy seguido por esa plaza pues parece no darse cuenta de nada.
Los ancianos inclinan levemente la cabeza de lado. Siguen el rastro invisible de aquella luz que ahora ha comenzado a desaparecer entre la gente y las palomas que se lanzan de nuevo al suelo como buitres.

2 comentarios:

Melissa dijo...

Me parece re bueno que puedas observar esas cosas de la cotideaneidad que se han convertido en el lienzo de fondo con el paso del tiempo, el viejo de plaza tiene esa cosa mágica de que parece estar en el mundo ya simplemente para contemplar la vida, contemplar la vida como un acto lúdico que le da placer, ver el movimiento de la gente, la muchacha, el animal, mirar sin mirar, o quien sabe... y eso es envidiable.

Verònica dijo...

que linda descripciòn... te imagino pacifico observandolo todo, o al menos me recuerda a mi misma cuando puedo detenerme en el entorno casi siempre con un extraño dejo de melancolìa...
la vejez hoy por hoy me da miedo, quiero creer que con el tiempo uno se hace mas conciente de que es inevitable y la lleva... hasta quizàs uno es feliz...
en que plaza estarias???
te dejo un beso, que sigas contemplando,

Vero.