domingo, 28 de febrero de 2010

Josefina

Siete años tenía Josefina cuando escapó de su casa. Se había refugiado en el bar del “Negro” Amaro, Nicanor Amaro para los que gustan de estas casualidades histórico-epónimas. El Negro cuidaba a la niña como a una mascota. Josefina era callada, rubia, obediente y con unos pies muy pequeños. Él adoraba sus pies, era recóndita e inexplicable su fascinación por los pies de Josefina. Los miraba durante horas, casi siempre después que se había marchado el último parroquiano y él se sentía libre de correr la cortina que separaba su cuarto del resto del boliche.
La mañana del día que Josefina llegó el Negro había revisado muy por arriba el periódico y sólo a la noche, después de haberle jurado a aquella no decirle a nadie dónde se escondía, leyó completa la noticia de la fuga. El puente de madera que separaba el mostrador de esa otredad que era el resto del boliche quedaba justo frente a la puerta del cuarto del negro. Josefina pasó muy rápido y con una sospechosa precisión. Nadie la vio entrar, sólo el negro. En una ciudad bastante grande como esa los medios se hicieron eco poco tiempo de la desaparición de la niña, que, poco importaba para el Negro, no se llamaba como decía llamarse. En estos, más los comentarios cien veces repetidos y modificados de sus clientes, se enteró el Negro que aquella pequeña siempre había sido un poco extraña y que sus padres no dejaban por mucho de ser sospechosos. Por eso no dijo nada aquella tarde en que esa muñequita rubia entró corriendo y se dirigió al cuarto sucio de aquel, como si lo conociera o estuviera destinada a él de antemano.
Josefina dormía poco pero profundamente. En sus horas libres (el Negro la obligaba a leer libros escolares que conseguía en la feria), se cuidaba de no hacer ruidos mientras adornaba la habitación, movía los escasos muebles que le resultaban livianos (aunque casi siempre con ayuda del Negro que dejaba por un segundo su otra noble labor) o jugaba con las botellitas de whisky que el Negro pintaba con los esmaltes que perdían las mujeres en el baño, generalmente después de las cuatro.
Afuera del cuarto el ambiente no siempre era distendido. Un bar está hecho de las confluencias más diversas y aún extremas, sólo unidas por ese gusto egoísta y calavera de estar reunidos, cada cual en su mundo, en torno al alcohol y al servicio que, para la mayoría, es el único de sus vidas.
La niña pasaba horas jugando sola y el Negro sólo adivinaba, de vez en cuando, sus pensamientos. No tenía zapatitos sino unas zapatillas que, vistas sin el resto brillante de su dueña, bien podían ser las de un varoncito.
El Negro, por su parte, era callado y complaciente con todos. El trabajo con el alcohol y sus enamorados le había enseñado a eludir la mayoría de las conversaciones, aunque, con acierto, las avivaba de vez en cuando entres sus clientes. De joven había sido jugador de fútbol, un crack perdido como la mayoría de los que alientan sueños fáciles, mejor que su hermano decían, pero las únicas copas que había alcanzado a levantar, y muy seguido, eran las de los bares. Aquel, sin embargo, andaba por el exterior, muy bien en todo pero con amnesia. Ahora, el Negro Amaro, no tenía otra pasión que Josefina. Sólo cuando logramos disponer nuestra vida en torno de algo ajeno a nosotros comenzamos a entender sus sentidos, y la vida exige, para guardarle cierto respeto, más de uno. El negro no había hallado muchos pero ahora sabía íntimamente que ella era el suyo.
En cuanto a su bar, se había hecho de él con el único “recuerdo” que le enviara su hermano nueve años atrás. Ya no tomaba. Sólo un vicio tenía el Negro. Se llamaba Hilario Solís. Era mayor que aquel, si bien no lo aparentaba, y nunca había escatimado gastos en el bar, aunque era de perfil más bien bajo. El Negro Amaro, en algunas ocasiones, después que se hubiera marchado el último cliente, cerraba el bar por fuera y dejaba adentro, con cierto remordimiento, dueña de una paz infinita, a la durmiente más bella de su mundo, para saciar lo que su carne le exigía.
Una tarde estuvo horas mirando a su niña. Era más suya porque había venido a él, no era una “hija” impuesta por ese destino inapelable de ser padre sino la mejor obra que el azar podría haberle fraguado. Aunque el Negro difícilmente pensara todo esto. Él la miraba y no pretendía saber más que eso, que era suya.
Esa noche fue corta. Todos se fueron yendo, inadvertidos, de vuelta a sus vidas, fuera del espacio elegido que detiene el tiempo. Sólo quedó un extraño. El Negro le había servido unas cuantas copas sin hablarle nada y quizás eso hizo todo más sencillo. Esa noche no había aparecido Hilario, pero Josefina volvía a dormir sola.
El Negro no soñaba, no recordaba sus sueños, pero cuando lo hacía un miedo natural de padre se apoderaba de su almohada. Veía a Josefina empapada en sangre y se despertaba sudando frío y con un salto. A su lado, tibia y serena, soñaba aquella con sus botellitas de colores y sus cajas de cigarros convertidas en casitas de muñecas sin muñecas.
El Negro le había sido fiel a Hilario mucho tiempo pero no mediaban entre ellos demasiados acuerdos. Cuando este se percató de que aquel nuevo parroquiano últimamente quería ser siempre el último en irse le corrió un escozor por el pecho que le entrecortó un poco el aire y tensó sus músculos magros. Un par de veces cedió el otro yéndose al segundo whisky silencioso que le sirviera Amaro, ya solos los tres. Pero ansioso propuso un tácito desafío después de algún tiempo que Hilario frecuentara el bar demasiado seguido. Esa noche, la del duelo mudo, el Negro los había despedido a ambos. Sólo dos quedaban cuando quiso acordarse que debía ir cerrando. No había visto entrar a ese hombre de mirada perdida sentado en la silla más alejada del mostrador. El Negro se le acercó y este le pidió una grapa. La tomó callado. Cuando el último borracho que sostenía el mostrador se fue, le avisó, arrastrando un poco las ideas:
—La noche es joven pero ya podés cerrar nomás y se fue cantando: …y nosotros los muchachos…
Al Negro no le sorprendió demasiado que no saludara, aunque los borrachos viejos suelen ser respetuosos entre ellos, al hombre de mirada perdida que aguantaba aún el mostrador. Intuyó que la cosa ya no daba para mucho más y comenzó a lavar a los últimos vasos de la noche, de espaldas a aquel y pensando en los pies de Josefina. Pero cuando se volteó ya no quedaba hombre ni mirada perdida. Cerró el bar ya casi con el sol en alto.

—Soñé que te morías —dijo la niña, jugando con esos pies hermosos que colgaban de la cama.
—Ah, entonces me estás dando más vida.
El Negro tuvo que explicar esa creencia popular y aclarar algunas palabras:
—Si soñás que alguien se muere, entonces le augurás años de vida.
La niña le explicó entonces el sueño:
—Soñé que eras viejito y yo ya estaba grande y entonces un día te morías.
El Negro dudó un segundo ante tan extraña paradoja. Si alguien sueña que te morís te da vida, pero ¿qué pasará si sueña justamente que te da tanta vida hasta que te morís de viejo? Resolvió rápidamente la cuestión dejando de darle vueltas en su cabeza.

Había abierto el bar a las cinco. Anotaba la quiniela mientras conversaba de cualquier cosa con el más próximo a la radio. Apuntó el 014, a la cabeza. Miró en derredor, todos ganadores, pensó.
—Mirá —dijo el negro señalando con el índice— allá va el de la otra noche, el que me jodió con una grapa. El otro miró hacia fuera, hacia el sísmico mundo que era afuera y no vio a nadie. “Andá a saber, ya habrá pasado”, pensó, y recogió como con un cordón otra vez su mirada hasta el tranquilo ambiente de adentro. El Negro quedó ofuscado pero no hizo amague de nada más.
Hasta la noche estuvo tranquilo, incluso no notó nerviosismo en Hilario, ni en su rival, sentados en cada punta del mostrador en v para cruzar, de vez en cuando, una mirada de frente sólo interrumpida por el cuerpo del Negro. Ambos se fueron tarde pero no últimos, ni juntos, por supuesto. Primero se había ido Hilario. Serían más de las cinco cuando el Negro despidió al último cliente, empezaba a amanecer. Se tomó su tiempo para echarle una mirada al sueño de Josefina y disponerse a cerrar.
Apagó las luces y alcanzó a trancar un ala del doble zaguán del bar cuando una sombra se abalanzó sobre él, descargó un golpe filoso sobre su cara y dos pinchazos helados perforaron su estómago. Forcejaron un poco y el agresor acabó por estrellarse contra el mostrador. El Negro corrió instintivamente hacia adentro, arrancó la cortina que separaba la habitación del bar y se desplomó, desangrándose, en el suelo. Algún ruido se oyó aún del otro lado, quizás el de la caja o las botellas. Josefina se despertó de un salto, los ojos bien abiertos y celestes. Miró al negro, a aquel bulto tendido en el piso y arrollado, agonizando en un intento de estirar un brazo. Se incorporó y sólo alcanzó a abrazarlo. La sangre del negro empapó su remerita blanca pero ella, sin llorar, continuó con el abrazo. El Negro alcanzó a verla toda manchada de sangre o se lo imaginó como en su sueño y, a pesar del dolor, murió sonriendo.
El vespertino de ese día llevaba un gran titular en donde aclaraba con detalles el “secuestro” de la niña. Había estado meses escondida en la casa de una tía que sabía muy bien de los castigos de sus padres. Más abajo y con letra menos de impacto que de indiferencia se reseñaba la muerte, por arma blanca y seguramente a manos de un delincuente o drogadicto, de José Nicanor Amaro Delfino, dueño de un bar y homosexual. Las fotos mostraban el frente del bar y la habitación donde el negro Amaro yacía boca arriba, los brazos sobre el pecho cruzados.

lunes, 8 de febrero de 2010

nocturno


retribución a:
Rafael Fernández y Jorge Pignataro



espacio en negro
sustancia rugosa parecida al olvido
la mano abierta y tendida para caminar sobre ella
una caricia también puede ser ciudad
la noche y la piel se han vuelto viejo matrimonio
(ya no se puede hablar de grillos, melodías ni tristeza)
pero es triste
triste la pena del amor en pretérito imperfecto
triste rebeldía de querer y que se me niegue
esta endeble tentativa de lunas de Magritte, de Sabines
de “cosa alada” que no me pertenece