miércoles, 21 de diciembre de 2011

"La flor de la tacuara" en Pebeta de mi barrio


Pebeta de mi barrio, Aguilar, Montevideo, 2011.

Este es un recorrido por Montevideo, por las historias de tango de los distintos barrios, contadas por sus protagonistas. Incluye CD.

La flor de la tacuara
(relato original que no sufrió las mutilaciones y los agravios de un anónimo corrector de estilo)

No fue en Salto, pero hace un tiempo me pidieron que contara su historia. Acá va lo que sé de él, o lo que recuerdo. Se han mezclado quizás algunas cosas que me contaron luego. Poco importa de todas formas, esta es sólo mi parte de la historia.

Conocí a Manuel Bernardes en Salto, allá por el 69. Era un galán de telenovela disfrutando de los pocos beneficios que eso podía traerle en un espacio pequeño. Nadie se habría imaginado en esa época que terminaría viviendo en un rancho de lata, rodeado de tacuaras y gatos que –según dicen ahora– de vez en cuando terminaban sobre una parrillita de alambres herrumbrados. Supongo que eso de los gatos es ficción, como casi todo lo que se dice de los personajes que fueron destacados y luego derrotados por la vida.

Manuel, en sus mejores tiempos, cantaba tangos en bares y alguna vez su voz alegre, quizás poco conveniente para el tango, llegó a oírse en lugares refinados o exclusivos. Pero ese, el de su voz, no fue el drama que lo dejó a las puertas del fracaso y luego lo empujó hacia adentro. Ni siquiera fue el amor, o al menos la clase de amor que uno imagina en estas historias de galanes en ruinas, lo que lo llevó al rancho, entre tacuaras y gatos, que varias generaciones de niños apedreaban sólo para oír los gritos apagados del hombre en sus entrañas.

Lo conocí en el 69, como ya dije. Yo recorría el país con un grupo de cantores que se presentaban en anfiteatros o en estadios, pero que irremediablemente terminaban –terminábamos– en bares o quilombos suburbanos cantando aquello que no cantábamos en el escenario: rancheras o tangos.

La noche de Salto había sido un éxito y los milicos, que ya se ponían cada vez más pesados en la capital, por ser quizás del interior, habían aplaudido y saludado como cualquier compañero casual. Esa noche recuerdo que terminamos en un bar cerca del puerto, Manuel Bernardes era el único parroquiano que se diferenciaba del resto, aunque no estaba apartado de nadie. Llevaba, eso sí, un saco prolijo que de noche podía pasar por nuevo, y unos zapatos muy bien lustrados. Como siempre, los músicos llegábamos con nuestros instrumentos; un par de guitarras, no más que eso, y los cantores hacían el resto para que las noches fueran alegres y baratas. Yo, al menos, no recuerdo haber pagado nunca un trago, y mucho menos una mujer. Y esa noche no fue muy distinta al resto, salvo por el detalle de que a nuestros cantores le opusieron la voz de un tal Bernardes, tipo tímido pero a su vez resuelto que no dudó en ponerse a cantar acompañado por nuestras guitarras. Estuvimos así toda la noche, y los tragos sólo fueron para nosotros porque Bernardes no tomaba. Después supimos que su hermano tomaba por él, pero en esa época podía pagarse todavía sus propios tragos.

Al otro día logramos que Bernardes, la voz salteña del tango, le decían, nos acompañara en la gira por las pocas ciudades que nos quedaban, y descubrimos, en el norte, que él era más conocido que nuestros propios cantores, y sin otra publicidad que los comentarios.

Cuando llegamos a la capital lo instalamos en una pensión bastante cercana a la de nosotros. De noche salíamos a recorrer vinerías. La voz de Bernardes no impresionaba, pero nunca fue rechazada por nadie. A pesar de algunas correrías y sustos, puedo decir que aquellos eran tiempos felices, aunque esta no sea mi historia.

Bernardes resultó ser, eso sí, un tipo solitario, cada vez se apartaba más de los amigos que lo habían dejado a las puertas del éxito, un éxito que quizás él mismo no pretendía. Era muy reservado, pero llegamos a enterarnos que tuvo un par de líos de polleras. Luego pareció aburrirse o tuvo miedo, y ya no se corrían más rumores sobre el don Juan, sino que empezaron a creer lo contrario. Yo, sin embargo, nunca creí eso, alcancé a estar muchas veces solo con él, en su cuarto o en el mío y parecía más bien esconder una tristeza. Más o menos al año nos enteramos, extrañaba a su hermano.

Recuerdo que viajamos mucho a Buenos Aires y en una de esas idas y venidas no nos sorprendió demasiado el hecho de que Bernardez se hubiera vuelto a Salto. Ya nadie supo nada más de él. Yo, como casi todos mis compañeros, me exilié en Europa y volví recién en el año 90. Pasé un año de festejos y amigos.

En el 92 viajé a Salto y no logré encontrar un solo hombre que me diera datos de Bernardez. Casi todos los bares y quilombos habían desaparecido o cambiado de dueño. Otra vez, de regreso a Montevideo, seguí recordando en ocasiones a aquel destacado cantor de tangos que no tendría más de cuarenta en aquella época.

Recién en el 99 pisé Salto nuevamente y volví a preguntar por Bernardez. Esta vez un hombre flaco y de bigote entrecano no solo lo recordó, sino que me contó que vivía muy cerca de su barrio. El hombre (se llamaba Milton Scarrone y me pidió que lo recordara en este relato), me llevó, al otro día, hasta aquel rancho y me contó la segunda parte de esta historia.
Bernardez había regresado por su hermano. Había rescatado, en aquel tiempo, a su hermano y lo mantuvo como pudo sin pedirle nada a cambio. El alcohol y las deudas los fueron enterrando cada vez más en la pobreza, hasta que terminaron ambos en aquel rancho entre el tacuaral y los gatos.

Ahora, su hermano hacía un tiempo que había muerto. Y aunque los gurises lo veían como un loco y le tiraban piedras al rancho a la salida del liceo o cohetes a fin de año, Bernardez solía hablar con los vecinos, pedir de vez en cuando un bidón con agua o simplemente estarse en el portón herrumbrado al frente. Aquel hombre me contó que también se lo veía a veces caminando por las calles cercanas al centro, las alpargatas deshilachadas, un saco mugriento, las manos en los bolsillos, silbando tangos.

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