Me fui acercando a los
límites de la ciudad, más allá podía ver el verde y los árboles, pero seguí en
dirección opuesta a la de mi entrada. Lejos, ante mi vista, se extendió un río
ancho, muy ancho, parecía que se iba dibujando a medida que yo me acercaba o
miraba con mayor atención y se extendió también hacia los lados y hubo un
puerto y gaviotas grises y olor salobre, muy raro tratándose de un río, y hubo
pescadores apenas separados unos de otros en el muelle. Me acerqué a ellos e
investigué con curiosidad sus baldes vacíos, sus cañas gruesas. No tardaron en
mirarme, en ser cordiales como casi todos los pescadores.
Los pescadores de
sirenas reproducen el ritual que les contaron sus padres, y a estos sus
abuelos, porque esperan pescar la sirena que los llevará a otro lugar. Son
pacientes, saben esperar. Ellos me contaron historias de mujeres hermosas en
cuyas escamas brillaba el sol de todos los mares. Dicen, además, que si uno
mira muy temprano al alba un punto exacto del horizonte las ve jugar y saltar
fuera del agua. Se cuenta, entre las cosas más extrañas, la historia de una
única sirena negra de pelo color bronce, la imposible.
Los pescadores de
sirenas atan un anillo de oro con sus nombre en la punta de la piola y la
arrojan lo más lejos que pueden. Cada noche recogen y guardan el anillo que
estuvo horas en el agua, en una cajita con forro de terciopelo, junto a otro
que espera ser grabado.
Los pescadores de
sirenas me pidieron que contara su historia al salir de la ciudad porque
seguramente ellos ya estarían por partir.
Con verdadera
melancolía me despedí de ellos al atardecer. Recién entonces vi que era verdad
lo de la cajita de terciopelo.
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