Desautomatizarse es mirar en interior, es pasarse las manos
por la cara por primera vez, es ver que las puntas de las hojas de las plantas
de toda la casa parecen indicar algo y lo indican, de verdad lo indican.
Desautomatizarse es creer que se puede mirar para afuera cuando ya estamos
afuera. Es mirar la lapicera y ver escritos tres tomos de la próxima novela o
escuchar una canción de Sabina en los auriculares allá, arriba de la mesita de
luz que en realidad siempre fue de madera. Desautomatizarse en la propia
habitación, desautomatizarse hasta los poros, entre las pausas, antes de ir al
baño y después de cada comida. Desautomatizarse hasta cuando nos estamos
desautomatizando. Ufff, desautomatizarse es recordar cuánto nos habremos
desautomatizado vos y yo. Hasta caer exhaustos, hasta el paroxismo, hasta el
recambio de energías, hasta la próxima escena y, mientras tanto, la estufa
tiene una carpeta blanca de croché que la vuelve un perfecto samurái butano.
Los libros palidecen y se lamentan de mi falta del tiempo. Las plantas, una a
una se van retirando a regiones más altas y la puerta de entrada muestra esas
cicatrices de las tantas visitas. El techo despliega sus alas de humedad y se
descascara de a poco como un televisor viejo que nadie usa, se descascara y me
mira como solo pueden mirar los techos.
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