domingo, 29 de junio de 2008

El fin de los escritores

Hacía 1800 Aldous Huxley escribió su reconocida novela “Un mundo feliz”. Este entrevió un futuro pautado por el dominio de los más aptos, los más inteligentes sobre los brutos (el término intenta ser peyorativo), es decir, aquellos que, incapacitados de valerse de su intelecto, conformaban el sostén físico de la sociedad; estos eran la mayoría, por supuesto. Y digo por supuesto porque nadie, a menos que sea un verdadero bruto, lo hubiese pensado de otra forma, y si lo fuese ni siquiera lo hubiera pensado.
Temo que nuestro mundo ya sea (o esté muy cerca de serlo) aquel que nos describió Huxley. Lejos de ser los brutos que este describe, no tendemos para nada a ser la clase inteligente. Con optimismo pensaría que nos hemos estancado en una clase intermedia, aunque esto sería un gran parte un engaño piadoso.
Borges, en un pequeño ensayo sobre aquel, entiende que “la fama de Aldous Huxley es excesiva” (Stories, Essay and Poems, de Aldous Huxley), yo creo que Huxley tuvo su fortuna en más de una línea. A excepción de la segunda parte de su novela, que resulta profundamente tediosa por ser una larga explicación de la primera, creo que se prevé que hay lectores cuya lectura no pasa de la mera superficialidad (los hay en demasía) y se propone aclarar. Vale decir que aquellos que no llegaron a bucear en sus ideas en “Un mundo feliz”, no pasarán el primer capítulo en la otra.
A este respecto, no menos significativo ni alejado de nuestra realidad es un cuento del norteamericano Ray Bradbury, “El peatón”, relato que entre mis colegas es archiconocido. No me molestará retomarlo para aquellos que no lo recuerden. Su argumento es sencillo, si cabe este adjetivo a un excelente cuento como este; como muchos de sus cuentos Bradbury sitúa su protagonista en el futuro, futuro tal vez alejado del escritor pero cada vez más a la vuelta de nuestra esquina. Un hombre viejo, de pasos lentos y pensativos, camina por una calle iluminada y solitaria, una noche de invierno. Vemos la tristeza del personaje que observa las ventanas de las casas, a los nueve de la noche, iluminadas por la luz que emiten los aparatos de televisión. El hombre se burla con más lástima que sarcasmo de aquellas familias cuya inútil vida se resume en reunirse, sin mirarse siquiera, todos los días frente a un aparato que controla sus gustos, sus horarios y, por qué no, su vida. No es curioso quizás para el lector que, en este contexto, al caminante lo detenga un patrullero pues el barrio era aparentemente tranquilo y su presencia sospechosa. Lo que sí es curioso (para los que aún no lo hemos visto) es que el coche esté vacío. Una voz interroga al peatón y este le explica (¿A quién o a qué?) que estaba dando un paseo como desde muchos años lo hace y que su profesión era escritor. La respuesta que dicta el aparato es menos intimidante que irracional: “sin profesión” y le ordena subir atrás del coche patrulla. El último dato es impactante; el patrullero pone rumbo al hospital psiquiátrico.
Bradbury nos presenta uno de sus miedos más reales y que, como en “Fahrenheit…” debe ser el nuestro también: la posibilidad de que los escritores y, con estos, la literatura desaparezcan.
Entiendo que esto puede llegar a ocurrir. Estamos cada vez más idiotizados por la tecnología, los conocimientos fáciles o digeridos y la aventura ajena. Día a día no sólo leemos menos sino que vivimos menos. La escritura está reservada, cada vez más, a los subtítulos de los estrenos de Hollywood o los anuncios publicitarios. Si antes era inherente al ser humano la facultad de crear, de dejar algo para el futuro y reproducirse, ¿qué estamos dejando para nuestros descendientes?, ahora solamente se hace lo último y, a veces, de la peor manera.
El escritor como ser humano de carne y hueso está desapareciendo, pero no porque quiera hacerlo, sino porque ya no es necesario. Hoy hay que escribir sobre las farsas televisivas en revistas o sucumbir. Creo que cuando manden al manicomio al último escritor el mundo estará irremediablemente perdido. Aunque lejos de acabarse el propio mundo se habrán acabado las personas que lo construyen, que lo viven, quedarán únicamente los que lo usan y los que son usados con él.

2 comentarios:

StarSur dijo...

El nacimiento de Olivetti ignorado, sus consecuencias ignoradas. Hoy escribo.

Un saludo de este mac-fast-food-escritor.

Bradbury, Orwell y Huxley plantean un futuro deseado?

elrafa dijo...

Ensayo al mejor estilo Borges desde el punto de vista formal. Esa forma de citar, de mencionar a los escritores y sus obras como manera de argumentar un hipótesis lúcida que no es puesta a prueba en realidad nunca: es siempre una afirmación planteada desde el título. Lo mejor de estos ensayos está en el disfrute de una voz que nos "cuenta" un pensamiento. Acá no se expone una idea, se cuenta, se narra, se la hace transitar por las vías de un lenguaje. La prueba necesaria de la idea, necesaria en todo ensayo es sin duda previa, pasa por el trabajo de la escritura, por el artesanado que se anticipa a lo que podría ser la vacilación de una prosa que simula ensayar los mecanismos del pensamiento. Insisto, acá no hay ensayo simultáneo a la lectura, hay ensayo en la escritura, lo que ubica al texto en el terreno de la ficción, en su propio terreno en este caso. Más allá de lo planteado está el gusto de dejarse llevar por un lenguaje que se conduce a sí mismo. Quedarse sólo con una idea apocalíptica sería quedarse con un residuo que ni siquiera tal vez sea propio del texto.El fin de los escritores entonces puede ser leído superficialmente como una forma más de las literaturas que pronostican un final sombrío de la humanidad. Por otro lado puede ser disfrutado como una escritura que toma las riendas de un tema y sobrevive a pesar de él. Es decir, más como un acto de resistencia del lenguaje que como una abdicación del escritor ante el futuro.