martes, 28 de diciembre de 2010

Presentación del libro Mujer con fondo de agua, de Rafael Fernández

Me gusta recordar una imagen cuando quiero entender qué es un poeta: Un hombre está escribiendo sus versos y frente a él hay un espejo; y en el reflejo está su figura, pero también está la de todos nosotros.

Me gusta recordar también lo que decía Faulkner, soy narrador porque no puedo ser poeta, pero muchas veces me descubro en los versos de otro. No siempre sucede, pero cuando sucede parece que ese otro sabe de mí más que yo mismo.

Relataré una anécdota, que también relaté en Salto cuando Rafael presentó exitosamente su libro, y que me ayuda a dar un vistazo sobre cómo descubro o cómo me descubre su poesía.
La primera vez que fui al museo Blanes, en el año 2006, cuando me mudé a Montevideo, comencé el recorrido por el lado que parece ser el habitual. Uno entra al museo y a la derecha está la sala Pedro Figari, una sala pequeña, con pocos cuadros en realidad. El asunto es que entré a la sala, recorrí más o menos rápidamente los cuadros y seguí mi recorrido. En la segunda puerta de la sala, la que lleva a la siguiente, había un curador, y antes de que yo abandonara la sala me di cuenta que me miraba como con ganas de decirme algo. Entonces me acerqué y le dije (Así con cara de sospechar algo): Usted me quiere decir algo, ¿no? El hombre se rió y me dijo que sí.

Entonces me preguntó si yo ya había estado en el museo. Yo le tuve que contestar que no. Y ahí se rió de nuevo, cualquiera pensaría que se mandó una macana y el hombre se está burlando, pero no. Me preguntó si había visto los cuadros de Figari. Y yo le dije que “sí”, ya como dudando. Y luego me preguntó si realmente había visto los cuadros. Y ahí le tuve que hacer otra cara.

Bueno, me dijo el hombre. Vos fijate que Figari puede parecer impreciso, no hay formas bien delimitadas (recordemos que algunos lo ubican como post-impresionista), pero hay algo más, dijo él.

Mirá de nuevo. Había una casa con un árbol. Mirá el árbol, por ejemplo, en la copa ¿qué ves?, y a mí, perdonen mi pobreza imaginativa, se me pareció mucho a una nube. Bueno, cada cual ve lo que ve, pero lo curioso, es que cada observador ve cosas diferentes. Ve cosas “escondidas” en sus cuadros y casi todo el mundo termina viéndolas, a veces muy parecidas, o a veces disparates como mi nube verde.

Hay en Figari caras en las piedras, hasta dos yacarés vi, uno en una nube y otro en una enramada verde sobre un patio. Busquen ustedes mismo los cuadros sobre La pampa, o los Potros en la pampa y después me dicen.

A veces uno ve lo que quiere ver, pero el artista, el verdadero artista es el que permite esas ambigüedades. El artista verdadero es el que despierta la imaginación, no el que la aprisiona.

Yo creo que viene a cuento todo esto porque la poesía de Rafael, entremos ahora en el tema, permite esas sugerencias, ese despertar de la imaginación.
Tomaré un solo ejemplo pues ya podrán leer por ustedes mismos el libro.
Elegí este poema por predilección, para apoyarme en algo concreto:


una cárcel de labios
hizo para mis ojos
una danza de piedras y de lanzas
nublaba los relojes
me cerraba los puños
para deshacer mármoles y héroes
tenía ejércitos en la sangre
prontos para ejecutar traidores
y yo detrás de su boca
-mi bandera húmeda -
formado para la pelea
pero sigilosa la noche en su trinchera
colocaba un guante de terciopelo
y la boca se le llenaba de algodones
se derretían las lanzas en un vino dulce
que invitaba al beso
lentamente el puño se hacía ofrenda
para modelar una arcilla de suspiros
así cada noche
frente a frente
tallamos los contornos y las cicatrices
hasta cincelar -sincerar-
unos nombres

Lo primero que me viene a la cabeza es la idea del amor como una batalla. El poeta entiende que en el amor siempre hay dos rivales.

Tenemos como ejemplo los cuadros, Los amantes de René Magritte, donde el hombre y la mujer se besan a través de sus máscaras, se besan pero no saben a quién están besando, ambos esconden algo, ambos tienen sus murallas. En el amor hay velos que nunca nos sacamos. Recuerdo también un verso de una canción: “que no quede intacto ni un poro en la batalla…”, dice Aute, y recuerdo el famoso título de Aleixandre: “espadas como labios”.
Pero esto es sólo el comienzo. Que conste que estoy señalando lo que a mí me sugiere el poema:

una cárcel de labios
hizo para mis ojos
una danza de piedras y de lanzas
nublaba los relojes
me cerraba los puños
para deshacer mármoles y héroes
tenía ejércitos en la sangre
prontos para ejecutar traidores
y yo detrás de su boca
-mi bandera húmeda -
formado para la pelea

El poema parece seguir la preceptiva de Ovidio, se vislumbra un ars amatorio, es decir un arte de amar. Dice Ovidio, en ese maravilloso libro didáctico que pretendió enseñar a los varones romanos la forma de conquistar a su amor, e incluso a la criada de su amor (lástima que no leí este libro antes), dice Ovidio: “En el amor no basta atacar; hay que tomar la plaza.” La idea de la batalla está clara. El amor suaviza los puños que deshacían “mármoles y héroes”. Schopenhauer parece olvidarse de todo esto cuando, con respecto al amor, dice: “sólo se trata de que cada macho se ayunte con su hembra”, pero luego, muchas páginas más adelante, y hablando ahora sobre la muerte, dice: “El amor es la compensación de la muerte, su correlativo esencial; se neutralizan, se suprimen el uno al otro.”
Es un inicio poco prometedor para el amor:

pero sigilosa la noche en su trinchera
colocaba un guante de terciopelo
y la boca se le llenaba de algodones
se derretían las lanzas en un vino dulce
que invitaba al beso
lentamente el puño se hacía ofrenda
para modelar una arcilla de suspiros

Aparece entonces un elemento determinante, la noche. Creo que aquí está lo esencial del poema, no en la personificación de la noche, sino en la sutil relación de dependencia entre el amor, entre la necesidad de amar y la noche que da permiso y “coloca un guante de terciopelo”. Allí está toda la suavidad de la noche, toda la sutileza sugerida y al verso de Aleixandre, Rafael responde en otro poema: “la noche no es una valiente espada”. Pero sigamos con este:

así cada noche
frente a frente
tallamos los contornos y las cicatrices
hasta cincelar -sincerar-
unos nombres

La batalla se gana a fuerza de enfrentamientos que desgarran, que desprenden pedazos de cada rival. ¿Qué es el amor si no ir dejando de lado partes de nosotros, egoísmos, secretos? ¿Qué es sino ir quitándonos los velos con el tiempo, nunca completamente, e incluso dejar por el camino algunos sueños que se transformar en otros, o que se acomodan para soñarlos junto a otro?
“Cincelar”, ahí está la clave, romper murallas, es también dejarse ganar, comenzar a ser “sinceros” y dejar de ser dos desconocidos, dos anónimos que se besan para ser dos que se conocen y reconocen. Porque tener nombre es ser alguien. En gran medida somos nuestros nombres. En algunas tribus australianas, pero no sólo en ellas, cuando alguien muere no puede volver a mencionarse su nombre. El nombre es todo. Fíjense en el poder de la palabra. A veces somos una palabra o dos, en mi caso. Dice Rafael:

Habrá un día en que seré
seis letras
un nombre anclado a un cenicero
un rostro niebla en la resaca de un tango
el eco del eco en una lectura de Altazor
la memoria de una lágrima
y de la palabra espejo…

Cuando me prestaron el primer libro de Rafael, me advirtieron que no habían entendido nada. Como era un profesor de geografía supuse que era simplemente porque a él no le interesaba la poesía. Pero leí el libro y se lo devolví rápido. Seguramente apurado por esas mil cosas que tengo y que todos tenemos siempre. Lo había leído tan rápido que no me había dado cuenta que había incluso un soneto y confieso que es la forma que más me atrae y leo. Eso fue también en el año 2006.

Cuando en el año 2007 tuve la oportunidad de volver a leer el libro, me di cuenta del error que había cometido. Otra vez el mismo error que cometí con Figari. Por suerte en ambos casos aprendí y tuve otra oportunidad.

Rafael escribe para que se deba volver a leer, para engañar. Muestra una imagen cuyo fondo, podría decir: cuyo fondo de agua, en algunos casos, es demasiado profundo y uno debe empaparse, bucear y seguir buscando.

Dice Borges: “La belleza está acechándonos”, pero esa belleza no puede preverse, ni definirse y mucho menos enseñarse. En tal sentido es inútil nuestra presencia aquí. Yo sólo soy un intermediario, un puente que está a punto de derrumbarse. He ayudado a acercar un libro y he propuesto una forma de leerlo. Aunque todos sabemos que un libro digno de ser releído tiene tantas lecturas como lectores se acerquen a él. Mi único aporte aquí es decirles que este es un ejemplo de aquello.



Salto/Montevideo,
octubre/noviembre
de 2009

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