martes, 28 de diciembre de 2010

Rafael Courtoisie, o la violencia de la poesía.

Relatos que rozan lo ominoso. La sugerencia profunda, la feliz ambigüedad. Rafael Courtoisie, Montevideo, 1958, discute los conflictivos términos de frontera, género y adecuación. Traductor. Autor prolífico de poesía y narrativa. Premiado y distinguido nacional e internacionalmente.


Los Cadáveres exquisitos pueden ser también la felicidad de las palabras. Hay términos, expresiones, que se han consolidado como frases comunes, recurridas, e incluso despojadas totalmente de su significado o sentido original. Tal es el caso de “cadáver exquisito”, frase repetida muchas veces en cuentos, poemas, artículos o canciones. Esta expresión francesa abarca, inicialmente, la idea del conjunto disímil, de la experimentación lúdica, pero deliberadamente seria y teorizada. Fue (quizás pueda seguir siéndolo), al decir de Max Ernst, un “barómetro” entre la vendaval de intelectualidades de su época. Y, precisamente este libro de Courtoisie, parece ser una especie de medición post-vanguardista que anticipa algunos avatares del siglo XXI. El ensamble de los relatos, de las ideas que aparecen como relatos, no siempre es evidente. Incluso pueden llegar a confundir algunos tópicos que se precipitan al comienzo del libro: la muerte que asombra y tienta al hombre, la pobreza de espíritu y, arriesgando alguna interpretación más osada, parece exhibirse, en un par de relatos, la sombra, o las consecuencias, de uno de los períodos más oscuros de la historia uruguaya e incluso latinoamericana.

Cadáveres exquisitos, Montevideo, 1995, parece ser un libro de relatos, está escrito en prosa y se lee como un libro de relatos, pero no deben confundir estas sencillas concepciones genéricas. Courtoisie trabaja la poesía y la narración al mismo tiempo, pero no hace aquello que se ha dado en llamar prosa poética. Su prosa, sus historias contienen la poesía en sí mismas, la sonoridad que exige la poesía, pero por sobre todo la sugerencia, lo que queda patente sin la necesidad de ser dicho. Esto puede significar que, para un lector acostumbrado a la narración en el sentido más lato de la palabra, este libro puede ser complejo. Complejo porque no permite, no le beneficia, una lectura apurada, sino que, por el contrario, exige la atención, exige el compromiso de estar dentro de él y detenerse en cada frase. Sólo así puede el lector aceptar (pactar lo llamarían algunos teóricos), ese otro mundo, a veces punzantemente realista. Tal es el caso de los relatos “Lobos muertos”, “Cero a uno” o el irónico y a la vez patético “Vida mía”. Este último, es quizás el relato más apegado a los cánones tradicionales de la narración, no exento para nada de esa poesía que también puede tener la violencia, la carroña que otros dejan para que algunos sigan siendo derrotados por la vida.

La poesía de Courtoisie, en este libro, tiene un doble asidero, forma parte de las historias, pero también es sonido y trabajo en y con el lenguaje. Es evidente la relación del título de la obra con su contenido, el origen de la expresión y la elaboración poética de las formas, es decir, el uso de una prosa clara y rica. No todos logran una bella escultura de un pedazo de piedra, y el lenguaje (materia prima que usamos más que cualquier otra), también es un pedazo de piedra. Pocos son los escritores que se dedican a trabajarlo, a sopesarlo, a escucharlo formando parte de un todo. Por eso tal proliferación de “escribidores”, al decir de más de un crítico, y de muy pocos escritores.

Por otro lado, y con mención aparte, entre estos cuentos más apegados al género narrativo, está “Aventuras de la mujer barbuda”. Este pertenece a esa clase de relatos que rozan lo ominoso desde el punto de vista infantil y recuerdan inclementes narraciones como “El hombre de arena” de Ernst Theodore Hoffman o “Donde la claridad misma es noche oscura” de Ricardo Prieto, más cercano a nosotros, pero no menos universal. Se aborda en este relato la disolución de la familia, la pérdida de los valores y las referencias más cercanas que afectan tácitamente a los niños sin que estos puedan hacer nada, o casi nada, al respecto y sin poder vislumbrar el consolador hapy ending.
La sugerencia profunda, la feliz ambigüedad, la escasa referencialidad, delimitará para este libro un campo más restringido de lectores que el común habitual, pero esto no tiene por qué ser una falencia. La amplia invención y la palabra madura, tales las cualidades de este narrador que admite:

La salud de un poema está hecha con el hilo del tiempo de modo invulnerable. La salud de algunas palabras juntas dura mucho más que el hombre que las reúne. La palabra es suprema y el hombre pequeño
(“La canción de los cerdos”,
de Cadáveres Exquisitos, 1995)

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